El paseo marítimo del Malecón, es uno de los lugares más conocidos de Cuba. Literatura, cine, música, hacen constantes referencias a estos bellísimos siete kilómetros de paseo para caminar junto al Océano, mientras se discurre paralelo a los barrios históricos, del centro colonial al moderno Vedado.
Su origen se retrotrae a 1901, cuando las autoridades americanas que la ocupaban, tras la pérdida de la colonia española, decidieron construir un paseo peatonal desde el castillo de la Punta. Después de una serie de vicisitudes, el proyecto que vio la luz fue el de Mead y Forestier. Se construyeron un quiosco de música en el Prado, hoteles, cafés e instalaciones para bañistas en Miramar. En el año 1919 llegaba ya el Malecón a Belascoaín, y en el 21 hasta la bulliciosa calle 23.
Después, lo que en su día se proyectó como un paseo peatonal, se convirtió en una vía rápida de comunicaciones entre la parte vieja y la nueva, de tal forma que hacia los 50 los peatones brillaban por su ausencia. En la actualidad, ha recuperado parte de su impronta peatonal.
Y es que si algo hace auténtico y único al Malecón son sus gentes. Sin ellos, el Malecón no nos emocionaría tanto como lo hace. Allí acuden los habaneros a pasear, a deleitarse con el infinito Océano, a escuchar música, a charlar con los amigos, a pescar -los cubanos son grandes aficionados a la pesca-, a tomar el sol, a tomar ron, a coquetear… Desde el pretil el mar se despliega insondable, mientras la ciudad perpleja queda atrás. Las vistas desde el Malecón de la bahía, sobre todo al atardecer, son inolvidables.
Si por un momento, lograra deshacerse del efecto hipnótico del mar, dé la vuelta y contemple el efecto de la cálida luz habanera reverberando sobre los edificios. Una arquitectura abigarrada, con edificios de balcones decorados con detalles neomudéjares, en tonos pastel, acariciados por la luz y la sal, entre Prado y Belascoaín; y casas de principios del XX de dos o tres plantes y galería en el piso superior de variopinta decoración.
Un hermoso edificio habanero es el de las Cariátides, en el primer tramo del Malecón, data de principios del XX. Sus cariátides art-decó que estoicamente soportan la galería, miran absortas, como todos, al Malecón. También en el nº 51 de Belascoaín, se erige el edificio conocido como el Ataúd, rascacielos llamado así popularmente por las formas de sus ventanas. Entre las calles 23 y G en torno al Vedado, se suceden edificios altísimos, como el Focsa, confiriendo de esta manera a la ciudad, un aspecto más vanguardista. En el límite con el Vedado, se encuentra el monumento a las víctimas del Maine, el episodio que dio lugar a la pérdida de la que fuera colonia española.
Y el Malecón, es también religión y tradición. Desde allí, podrá comprobar cómo se arrojan ofrendas a los dioses. Una anécdota que cuentan los santeros es que los días de tormenta, cuando el Océano salta el Malecón e irrumpe en La Habana, en realidad es Yemayá, la diosa del mar, enfurecida.
Conocer La Habana y pasear por el Malecón es una experiencia vital imborrable, como dicen las «Habaneras de Cádiz» que tan bien cantaba Carlos Cano:
Desde que estuve, niña, en La Habana/ no se me puede olvidar /tanto Cádiz ante mi ventana, Tacita lejana,/ aquella mañana pude contemplar…/Las olas de la Caleta, que es plata quieta,/rompían contra las rocas de aquel paseo/ que al bamboleo de aquellas bocas/ allí le llaman El Malecón…